lunes, 25 de noviembre de 2013

La azotea del señor Galliani


LA AZOTEA DEL SEÑOR GALLIANI
Los reflejos del amanecer, los potentes rayos de sol de la mañana y el horizonte del Mediterráneo proporcionaban a aquella terraza una atmósfera especial.
Los edificios colindantes y los campanarios de las dos iglesias de Carignano daban cobijo a los huéspedes de la azotea del Galliera.
Numerosos eran los enfermos que día tras día oxigenaban sus pulmones desde ese punto del hospital. Pasaban los días, pasaban las semanas incluso los meses y las personas iban cambiando.  Nunca eran las mismas.
Sentada en una esquina de la sala de espera de la planta de oncología, observaba ese ir y venir de aquellos individuos. Me encantaba ver la situación de las personas que acudían a dicho lugar en busca de aquello que más necesitaban. Al cabo de varios días me di cuenta de que sus rostros enfermizos, sus ademanes tensos buscaban aquella puerta al cielo. Una vez allí, en aquella terraza, sus caras expresaban sosiego. La serenidad afinaba sus rasgos y se convertían en otros seres. Allí y sólo allí comprendían que estaban en el hospital por un motivo y no culpabilizaban a nadie. La enfermedad era algo más, algo secundario pero no lo más importante de sus vidas.
El Sr. Galliani  lo sabía desde hacía mucho tiempo. Su secreto no lo deseaba compartir con nadie. Sus días transcurrían en aquel lugar. Sus pantalones bermudas de camuflaje y su camiseta sin mangas, unas chanclas, su pelo blanco, su bronceado natural y sus brazos totalmente tatuados acompañados por su gotero con ruedas hacían a Galliani el amo indiscutible del lugar. Los médicos sabían que era inútil buscarlo en su habitación. Las gaviotas eran su familia, y los transeúntes simples personas que pasaban por allí.
Galliani era el único que conocía el secreto de aquel lugar mágico que convertía la ira en vida y la angustia en esperanza. Y lo sabía desde hacía mucho tiempo.

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